Por: Nassef Perdomo
Uno de los temas más discutidos a principio de año fue la infausta Ley 1-24 que crea la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI).
Sin embargo, como es usual en nuestro país, pocas semanas después se diluyó en el ruido de la campaña electoral municipal, que atendía a temas de interés local.
Pero curiosamente esta ley tampoco fue un tema de la campaña electoral para las presidenciales y congresuales, para las que sí parecía un asunto relevante.
En otras palabras, a pesar del barullo inicial, y de la protesta de Persio Maldonado, presidente de la Sociedad Dominicana de Diarios (SDD), la ley sigue vigente y no parece ya estar en la agenda prioritaria de un gobierno que tendrá supermayorías en ambas cámaras del Congreso.
De tal forma, todas las disposiciones vulneradoras del derecho de los ciudadanos al debido proceso y la intimidad se encuentran vigentes.
No debería ser necesario reiterar el peligro que esta ley, en manos del gobierno que sea, implica para la libertad y la democracia en nuestro país.
Nuestra historia reciente y lejana está preñada de ejemplos que no nos permiten ignorarlo. La existencia de una herramienta siempre lleva primero a su uso, y luego su abuso. Sobre todo si es una que se puede blandir en la oscuridad.
Al día de hoy, nadie que no sean sus ejecutores conoce el impacto de la aplicación de la ley. Cuántas personas han visto sus comunicaciones intervenidas por el Estado, quiénes se han visto conminados a actuar como informantes secretos, ni tampoco hasta qué punto las empresas de telecomunicaciones han tenido que permitir el acceso directo de los servicios de inteligencia a las informaciones del tráfico privado de datos.
Y seguimos tan campantes, como si un poder de esa magnitud no fuera una invitación al abuso y la concentración de poder real en agencias opacas.
Es ley de vida, más tarde o más temprano, ocuparán puestos de responsabilidad en esas instituciones personas que no las vean como herramientas para servir al país, sino como martillo para golpear adversarios. Y estos pueden serlo de todo tipo: políticos, sociales, personales o económicos.
Es un error peligroso pretender que la confianza que se tiene en los gobernantes de hoy justifica la creación y preservación de herramientas antidemocráticas y que, en nombre de la seguridad, nos hacen renunciar a la libertad.