Santo Domingo. — Las observaciones de la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP) sobre el denominado “cártel de proveedores” no solo exponen irregularidades en las licitaciones del Estado, sino que revelan una falla profunda en la defensa del interés público.
Las instituciones encargadas de administrar fondos para acciones sociales no lograron detectar a tiempo o no quisieron frenar las prácticas que hoy se investigan, pese a que contaban con los mecanismos para hacerlo.
El Plan de Asistencia Social de la Presidencia y los Comedores Económicos del Estado, bajo la dirección de Yadira Henríquez y Édgar Féliz Méndez, manejaron recursos destinados a los sectores más vulnerables.
Precisamente por eso, la transparencia y la vigilancia debieron ser pilares inquebrantables en cada proceso de contratación.
Sin embargo, los hallazgos de la DGCP muestran una concentración inusual de contratos en un grupo de empresas con vínculos comunes y participación repetida en licitaciones multimillonarias.
Esa realidad plantea una pregunta que no puede ignorarse:
¿cómo se firmaron esos contratos sin que las alertas internas se activaran?
Comités que no advirtieron las señales
Toda institución pública dispone de comités de compras y contrataciones, integrados por personal técnico responsable de garantizar la legalidad y la competencia en los procesos.
Pero, según los informes, esas estructuras no detectaron la repetición de proveedores, las cláusulas restrictivas ni las coincidencias administrativas que hoy forman parte del expediente.
En la práctica, los controles fallaron.
Y cuando los controles fallan, el interés público queda desprotegido, especialmente en programas que administran recursos destinados a la alimentación y asistencia de la población más pobre.
Aunque los titulares de ambas instituciones no han sido acusados directamente, fueron ellos quienes autorizaron o firmaron los contratos dentro de sus competencias legales.
Esa condición no implica culpabilidad, pero sí responsabilidad institucional: la obligación de garantizar que cada firma represente un acto de confianza pública y no un trámite burocrático sin verificación suficiente.
La administración pública no puede operar bajo la lógica del “no sabíamos”.
El principio de legalidad exige prever, auditar y actuar antes de que los escándalos estallen.
El costo de mirar hacia otro lado
Cada contrato mal supervisado se traduce en dinero público comprometido sin la transparencia debida.
Y cada peso destinado sin competencia real pierde su sentido social, pues deja de ser inversión para convertirse en privilegio.
El Estado no puede permitir que el formalismo administrativo sustituya la vigilancia ética.
Porque mientras las licitaciones se repiten con los mismos nombres, los beneficiarios finales —los ciudadanos— siguen esperando que alguien defienda su dinero.
Más que empresas, un sistema complaciente
El caso del llamado “cártel de proveedores” no solo pone bajo escrutinio a las compañías investigadas, sino también a la cultura de permisividad institucional que permitió que las mismas prácticas se repitieran una y otra vez sin corrección.
La transparencia no se delega: se ejerce, se exige y se firma con responsabilidad.
Y esa, más que una obligación administrativa, es una deuda moral con el interés público.
