La potestad de un órgano administrativo es reglada cuando el ordenamiento jurídico limita de antemano su actuación ante un supuesto de hecho concreto. En palabras de García de Enterría, es aquella cuyas condiciones de ejercicio aparecen agotadoramente en el precepto de atribución. Colocada en la acera opuesta está la potestad discrecional, pues su norma habilitante abandona a la estimación subjetiva de la administración la adopción razonada de una decisión entre otras posibles e igualmente válidas: “[se] le otorga cierta libertad para elegir entre uno y otro curso de acción, para hacer una u otra cosa”, explica Gordillo.
El art. 370.6 del Código Procesal Penal, modificado por la Ley núm. 10-15, autoriza al Ministerio Público, una vez declarada la complejidad de un caso, a solicitarle al juez de la instrucción “la aplicación de un criterio de oportunidad si el imputado colabora eficazmente con la investigación, brinda información esencial para evitar la actividad criminal o que se perpetren otras infracciones, ayude a esclarecer el hecho investigado u otros conexos o proporcione información útil para probar la participación de otros imputados”.
Hasta aquí, el órgano de persecución dispone de alternativa, ya que puede optar por cualquiera de los encartados interesados en cooperar. Sin embargo, el presupuesto que a renglón seguido exige el enunciado en cita transmuta la facultad en reglada: “… siempre que la acción penal de la cual se prescinde resulte considerablemente más leve que los hechos punibles cuya persecución facilita o cuya continuación evita”.
Ahora bien, ¿de qué forma se precisa técnicamente que una acción penal es “considerablemente más leve que los hechos punibles cuya persecución facilita o cuya continuación evita”? Antes de contestar, me permitiré censurar la técnica legislativa empleada, ya que el sustrato fáctico determinante pudo haberse esclarecido, por ejemplo, de este modo: “siempre que las penas imponibles por el hecho punible atribuido al imputado que pretende favorecerse, sean inferiores a la del ilícito cuya persecución facilita o cuya continuación evita”.
A lo largo de los años, han coexistido diversas doctrinas para distinguir al autor del cómplice. A comienzos del siglo XIX prevaleció la de causalidad, desplazada en paralelo a fines de esa centuria por la formal-objetiva y por la subjetiva, que más tarde les cedieron el paso a la teoría del interés y, finalmente, a la de dominio del hecho que desarrolló Roxin a partir de 1963 para los injustos dolosos de comisión.
Buena parte de la jurisprudencia comparada y una doctrina que podría calificarse de mayoritaria, la han asumido, dividiéndola en cuatro “constelaciones de autoría en las que el carácter de figura central del delito se adquiere de un modo diferente: dominio de la acción, dominio de la voluntad, dominio funcional y dominio de la organización”, como enseña Alex van Weezel.
Cuando más de un sujeto realiza aportes autónomos e indispensables en la consumación del hecho típico, estamos ante el fenómeno de la coautoría. La clave, pues, para distinguirla de la complicidad, es la división de trabajo con dominio sobre el ilícito en su fase de ejecución o, como proclama Hans Welzel, en “la intervención muy intensa en la etapa de los actos preparatorios”.
Consecuentemente, todo el que a través de aportes anteriores o simultáneos participe de forma necesaria, pero no determinante, en el resultado del punible, no es coautor, sino cómplice. Admito, sin embargo, que en ocasiones la cooperación material o intelectual de este último plantea verdaderos desafíos al operador jurídico. Pero, ¿por qué lo traigo a colación? Simple: por el rango de punibilidad del art. 59 de nuestro Código Penal: “A los cómplices de un crimen o de un delito se les impondrá la pena inmediatamente inferior a la que corresponda a los autores de este crimen o delito, salvo los casos en que la ley otra cosa disponga”.
Para empezar a despejar la inquietud que me mueve a escribir, recuerdo que el art. 370.6 del Código Procesal Penal subordina el ejercicio de la potestad administrativa del Ministerio Público en casos declarados complejos, a la constatación de un dato objetivo: la levedad de acción penal que se descarta. No hay otra solución válida para el derecho, por lo que tan solo el encartado pasible de una pena inferior a la que pudiera recaer sobre los demás, puede beneficiarse del instituto procesal en comento.
En vista de que la escala punitiva depende de la entidad de la participación de cada quien en el injusto, queda aislada toda figura central, o sea, el que ha ejecutado de propias manos o dominado fácticamente la acción que constituye el núcleo del hecho descrito en el tipo penal. Siendo así, apenas puede aplicárseles a los que giran a su alrededor, es decir, a los cómplices, porque la sanción de que son susceptibles es en un grado menor a la que les corresponde al auténtico autor.
Si A facilita la huida de B luego de que este le asestara una puñalada mortal a C, el art. 370.6 se erige en una valla a la discrecionalidad del Ministerio Público, que bajo ninguna circunstancia pudiera convenir con B un criterio de oportunidad. En efecto, al ser A cómplice, la acción penal respecto de él, de la cual estaría prescindiéndose, es “más leve” que la de B, por lo que cualquier decisión que ignore el eje de la teoría de la intervención cualitativa en el delito, será desviada e ilegítima.
Si la conducta típica es mancomunadamente cometida por más de un sujeto, no sería factible convenir con ninguno, porque todos serían pasibles de las mismas penas. Lo mismo si se trata de una organización criminal sin cadena de mando, excepto que la abstención del aporte de uno o varios de sus miembros no impidiese la ocurrencia del hecho, hipótesis en la que no serían coautores, sino cómplices.
Recapitulando: cuando el Ministerio Público utiliza una pinza selectiva para escoger a un coautor entre otros, lleva agua a su molino, tipificando la desviación de poder, vicio sancionado con la invalidez de su dictamen no solo por el art. 14 de la Ley núm. 107-13, sino también por el art. 6 de la Constitución. Y es que al ser la objetividad, legalidad e interdicción de la arbitrariedad principios cardinales a los que la administración está positiva y plenamente sometida por mandato de su art. 138, su quebrantamiento apareja la nulidad de pleno derecho que decreta el art. 6 del mismísimo texto fundamental.
Para los casos declarados complejos, la extinción de la acción pública a través de la figura en mención, fue concebida por el legislador como una herramienta procesal para el órgano de la investigación penal, condicionando su uso en favor de aquellos que participan en el hecho a título secundario y accesorio, no de los que han tenido las riendas, incluidos los individuos de atrás con “poder de evitación”. Como potestad reglada que es, carece de licencia para privilegiar a un encartado sobre otro que ha tenido la misma participación cualitativa, lo cual colisiona de frente, por discriminatorio, con el art. 32 del Código Procesal Penal.
Opinar distinto equivaldría, por un lado, a exaltar la voluntad antojadiza del Ministerio Público en fundamento de actuaciones para las que legalmente no se reconoce más que una, y solo una, solución válida, y por el otro, a vaciar de contenido el repetido art. 370.6, acaso como si proteger culpables favoritos fuese el fin último del criterio de oportunidad.