¿Qué refleja sobre el estado de la educación en nuestro país la retirada de una estatua que honraba las creencias de los taínos, los primeros habitantes de la isla, no por falta de valor histórico o cultural, sino porque supuestamente “veneraba a un falso dios”?

La pieza no era un lugar de culto. Representaba un objeto cultural, un testimonio vivo del pasado precolombino, y además cumplía un rol ambiental al contribuir a la preservación de los arrecifes de coral. También tenía valor turístico y pedagógico, al ofrecer a locales y visitantes una oportunidad de acercarse a las raíces de nuestra identidad.

Suprimirla, simplemente por considerarla ofensiva, resulta no solo un error, sino un acto que perpetúa la demonización del pueblo taíno, primero aniquilado por los colonizadores y ahora invisibilizado nuevamente por la ignorancia disfrazada de fervor religioso.
Este tipo de decisiones refleja una mentalidad que rechaza todo lo que se aparte de una visión del mundo estrecha y excluyente. Es, en esencia, la misma lógica de los colonizadores que impusieron su fe y sus estructuras sociales a sangre y fuego: la idea de que unas creencias son superiores y otras carecen de legitimidad.

Lo preocupante es que no se trata de un hecho aislado. En República Dominicana, con frecuencia, las políticas públicas se definen desde parámetros de influencia religiosa más que desde criterios técnicos, científicos o de derechos humanos. Un ejemplo contundente es la prohibición absoluta del aborto, incluso en las tres causales mínimas reconocidas internacionalmente: cuando peligra la vida de la madre, en casos de violación o incesto, o cuando el feto es inviable. Esta legislación, sin sustento en la ciencia ni en estándares de derechos fundamentales, continúa criminalizando a las mujeres y exponiéndolas a riesgos innecesarios por el peso de dogmas religiosos en la esfera política.

Si decisiones de semejante trascendencia para la vida y la salud de las personas están determinadas por esta lógica, resulta coherente que ocurra lo mismo en ámbitos culturales, ambientales o educativos. El patrón es consistente: una sociedad donde la superstición prevalece sobre el conocimiento difícilmente puede avanzar.
El país no debería sorprenderse de su propio estancamiento cuando permite que la intolerancia sustituya a la razón. Porque si seguimos borrando nuestra historia y negando derechos en nombre de la fe de unos pocos, no solo traicionamos a quienes nos precedieron, sino que hipotecamos el futuro de quienes vendrán. Y en ese escenario, lo verdaderamente blasfemo no es honrar a los taínos, sino condenarnos a repetir, una y otra vez, el mismo ciclo de atraso.
Tampoco resulta comprensible cómo quienes se dicen cristianos defienden su intolerancia amparándose en una fe cuya máxima figura, Jesús, predicó la tolerancia y el amor incondicional al prójimo. Resulta irónico y contradictorio que en nombre de ese mensaje de compasión se perpetúe la censura sobre la historia, la cultura y los derechos de otros, replicando, de manera moderna, patrones de opresión que deberían haberse superado hace siglos.
