FASS BOYE, Senegal (AP) — Había pasado un mes cuando los primeros cuatro hombres decidieron saltar.
Innumerables barcos de carga habían navegado junto a ellos, sin embargo, nadie había acudido a rescatarlos. El combustible se había agotado. El hambre y la sed eran abrumadoras. Decenas ya habían muerto, incluido el capitán.
Se suponía que les tomaría una semana el viaje desde Fass Boye, un pueblo pesquero senegalés, hasta las Islas Canarias de España —una puerta de entrada a la Unión Europea donde esperaban encontrar trabajo. Pero más de un mes después, la embarcación de madera que transportaba a 101 hombres y adolescentes se alejaba cada vez más de su destino previsto.
No había tierra a la vista. No obstante, los cuatro hombres creyeron —o alucinaron— que podían nadar hasta la costa. Permanecer en el bote “maldito”, pensaron, era una sentencia de muerte. Tomaron recipientes de agua vacíos y tablas de madera —cualquier cosa que les ayudara a flotar.
Y luego, uno por uno, saltaron.
En los días siguientes, decenas más harían lo mismo antes de desaparecer en el océano. Estaban quienes optaron por quedarse en la embarcación y quienes no tuvieron opción sin fuerzas para moverse. Se apagaron bajo un viento ensordecedor y un sol implacable.
Los migrantes que permanecieron en la embarcación observaron cómo sus hermanos se desvanecieron. Quienes murieron a bordo fueron arrojados al océano hasta que a los supervivientes se les acabó la energía y los cuerpos comenzaron a acumularse.
Finalmente, en el día 36, un pesquero español los avistó. Fue el 14 de agosto de 2023, y estaban a 290 kilómetros (180 millas) al noreste de Cabo Verde, el último grupo de islas en el centro-este del océano Atlántico antes de la vasta nada que separa a África Occidental del Caribe.
Para 38 hombres y jóvenes, fue la salvación. Para los otros 63, era demasiado tarde.
Con demasiada frecuencia, los inmigrantes desaparecen sin dejar rastro, sin testigos, sin memoria.
Mientras el número de personas que deja Senegal rumbo a España aumenta a niveles récord este año, la AP habló con docenas de sobrevivientes, rescatistas, trabajadores humanitarios y funcionarios para comprender lo que tuvieron que soportar esos hombres en el mar, y por qué —a pesar de su experiencia traumática— muchos están dispuestos a volver a arriesgar sus vidas.
Su historia ofrece una crónica poco común de lo que sucede a quienes se pierden en esta traicionera ruta migratoria de África Occidental a Europa.
“En manos de Dios»
Papa Dieye había terminado sus oraciones de las 5 p.m. cuando subió a una piragua pintada con colores brillantes en la ciudad costera senegalesa de Fass Boye. El pescador de 19 años se dirigió al frente de la larga embarcación de madera con forma de canoa y se sentó en la proa.
Pero Dieye no iba a trabajar esa noche del 10 de julio. Esta vez, junto con decenas de familiares y amigos, se marchaba definitivamente.
Al igual que otros pescadores locales, Dieye tenía dificultades para sobrevivir con ingresos mensuales de aproximadamente 20.000 francos CFA (unos 33 dólares).
“Ya no hay peces en el océano”, se lamenta Dieye.
Años de sobrepesca por parte de buques industriales más grandes de Europa, China y Rusia acabaron con el medio de vida de los pescadores senegaleses, quienes vieron cómo las capturas, antes abundantes, se reducían a unas pocas cajas pequeñas de pescado —si tenían suerte—, lo que los empujó a tomar medidas desesperadas.
Como marinos experimentados sabían muy bien lo ingobernable que puede ser el Atlántico. Aun así, no temían al océano. Su destino, dicen muchos, estaba “en manos de Dios”.
Todo joven como Dieye conoce a alguien que llegó a España y envió remesas para apoyar a sus seres queridos. “Queremos trabajar para construir casas para nuestras madres, hermanos y hermanas pequeños”, explica.
Los malos augurios ensombrecieron el viaje desde el principio. Bajo el peso colectivo de 150 personas y muchos litros de combustible, comida y agua, la embarcación tuvo dificultades para partir.
“Ni siquiera estábamos seguros de que pudiéramos zarpar: era muy pesada”, recuerda Dieye. A decenas de personas que llegaron tarde se les ordenó abandonar la embarcación. Luego se hizo un recuento final: 101 hombres y adolescentes iban rumbo a España.
Los primeros días navegaron lenta pero suavemente. Bebieron café instantáneo y comieron galletas por la mañana, cuscús y agua por la tarde. Hablaron de las razones por las que se iban y compartieron sus expectativas de vida en Europa.
Alrededor del quinto día, los vientos se rebelaron y los hicieron retroceder.
“Pensábamos que la piragua se partiría”, recuerda Dieye. “En medio del mar, el viento formó dos océanos”, dice, y hace un gesto para ilustrar las corrientes que se arremolinan en direcciones opuestas. Sin poder avanzar, el capitán paró el motor varias veces y esperó a que los vientos amainaran. “Perdimos seis días así”.
Las tensiones a bordo aumentaron. “Fue entonces cuando comenzaron los problemas”, explica Ngouda Boye, de 30 años, otro pescador de Fass Boye.
Algunos dijeron que deberían regresar a Senegal. Otros, incluido el capitán, querían seguir adelante.
Sin combustible
“Cuando casi podíamos ver España, se acabó el combustible”, dice Dieye. Era el día 10.
“Había decepción en todos nuestros rostros”, recuerda Boye.
Improvisaron remos con tablas de madera y se turnaron para remar durante días. Pero era inútil. Los vientos del noreste controlaban su suerte y los alejaban de su destino.
Mientras tanto, sus familiares en Fass Boye empezaron a preocuparse. El viaje de 1.500 kilómetros desde Senegal a las islas Canarias suele durar una semana. Diez días después, no tenían noticias.
Las familias y activistas migratorios comenzaron a pedir a las autoridades tanto de España como de Senegal que lanzaran misiones de búsqueda y rescate. El hermano de un migrante que vivía en España presentó una notificación de persona desaparecida ante la policía.
Su embarcación, como tantas otras que salieron de Senegal este año, había tomado una ruta más larga y peligrosa en su intento por evadir a las autoridades que patrullan la costa de África Occidental. Esa estrategia arriesgada ha resultado exitosa para muchos: la llegada de inmigrantes a Canarias alcanzó la cifra récord de 36.000 personas este año, más del doble que en 2022.
Para otros, el viaje migratorio ha terminado en tragedia. Si bien no existen cifras precisas sobre el número de muertes, embarcaciones enteras han desaparecido en el Atlántico y se han convertido en lo que se conoce como “naufragios invisibles”. Si algunos cuerpos llegan a la costa, con frecuencia son enterrados en tumbas anónimas.
Las autoridades españolas sobrevuelan habitualmente una zona enorme del Atlántico, entre África Occidental y las Islas Canarias, en busca de inmigrantes perdidos. Pero las grandes distancias, las condiciones climáticas volátiles y las embarcaciones relativamente pequeñas hacen que sea fácil pasarlos por alto.
“Imagina buscar un coche en un área que es 1,5 veces más grande que España peninsular”, dice Manuel Barroso, quien dirige el Centro Nacional de Coordinación de Salvamento Marítimo en España. “Puede que incluso volemos sobre una, y en el momento no verla por las nubes”.
Los hombres de la piragua estaban perdidos. Pero no estaban solos.
Barcos de carga enormes pasaban junto a ellos casi todos los días y desestabilizaban a su paso la temblorosa embarcación de madera. No obstante, nadie acudió a rescatarlos.
“Cuando los veíamos, gritábamos hasta quedarnos sin fuerzas”, recuerda Dieye.
Cada vez que veían un barco, recogían sus pertenencias, con la esperanza de ser salvados, sólo para darse cuenta momentos más tarde que los barcos no iban por ellos. Boye recuerda las banderas española, rusa y brasileña que enarbolaban algunos buques comerciales.
Fernando Ncula, otro sobreviviente, recuerda un barco chino que casi los aplasta. Vio gente en cubierta que los observaba.
“No podía creerlo. Pensé para mis adentros: ¿Por qué no nos ayudaron?”, Ncula todavía se lo pregunta.
Según el derecho internacional, los capitanes deben “prestar asistencia a cualquier persona que se encuentre en el mar en peligro de perderse”. Pero es difícil hacer cumplir esa ley.
Por años, los líderes europeos han peleado sobre quién debe asumir la responsabilidad de los migrantes rescatados en el mar. El resultado: numerosos enfrentamientos, con barcos mercantes a veces atrapados en medio de ellos. A diferencia del Mediterráneo, no hay embarcaciones ni aviones humanitarios que controlen esta vasta extensión del Océano Atlántico. Los migrantes quedan a merced de su suerte.